Meritocracia vs. Igualdad

mayo 24, 2013



Tal vez la transformación del espacio público más importante de las últimas décadas sea el progresivo desplazamiento de la lucha por la igualdad a un lugar periférico del debate político.
La izquierda institucional ha asumido con exaltación los ideales meritocráticos. Como si la meritocracia fuera una versión mejorada del igualitarismo, sin sus efectos limitadores sobre la libertad individual. Como si lo realmente importante sea que cada cual obtenga las recompensas que merece según sus capacidades, sus esfuerzos y sus logros.
Tal vez la transformación del espacio público más importante de las últimas décadas sea el progresivo desplazamiento de la lucha por la igualdad a un lugar periférico del debate político.
La izquierda institucional ha asumido con exaltación los ideales meritocráticos. Como si la meritocracia fuera una versión mejorada del igualitarismo, sin sus efectos limitadores sobre la libertad individual. Como si lo realmente importante sea que cada cual obtenga las recompensas que merece según sus capacidades, sus esfuerzos y sus logros.
La opinión dominante es que la única igualdad aceptable es la igualdad de oportunidades. Desde este punto de vista, el avance social consiste en eliminar las barreras de entrada que distorsionan los mecanismos de gratificación del esfuerzo individual.
Personalmente, no concibo ninguna formulación más precisa del programa de la derecha política. Si en algo consiste ser conservador es en justificar los privilegios de las élites por sus superiores méritos intelectuales o morales. Ese es el argumento clásico de Burke, de Bonald, de Maistre y todos los reaccionarios del siglo XIX. La nueva izquierda confunde la democracia con una ampliación del mecanismo de selección de las élites. Lo que, en rigor, tiene mucho más que ver con Pareto que con Marx. Como explica Owen Jones en Chavs:
“El compañero natural de la meritocracia es la ‘movilidad social ascendente’ (…). En vez de mejorar las condiciones de la clase trabajadora en su conjunto, la movilidad social se presenta como un medio de catapultar a una minoría de individuos de clase trabajadora a la clase media, y refuerza la idea de que ser de clase trabajadora es algo de lo que hay que escapar”.
Richard H. Tawney, un socialista cristiano que escribió en la primera mitad del siglo XX, describía la política de la igualdad de oportunidades como la “filosofía del renacuajo”. Comparaba las esperanzas de un miembro de la clase trabajadora de ascender socialmente con las escasas oportunidades que tienen los renacuajos de llegar a convertirse en ranas. Pero tal vez haya sido Christopher Lasch, en La rebelión de las élites, el que ha formulado el problema con más precisión:
“La meritocracia es una parodia de la democracia. Ofrece posibilidades de ascenso, en teoría, a cualquiera que tenga el talento de aprovecharlas. Pero la movilidad social no socava la influencia de las élites. En realidad contribuye a intensificar su influencia apoyando la ilusión de que sólo se basa en el mérito. Sólo hace más probable que las élites ejerzan irresponsablemente su poder al reconocer pocas obligaciones respecto a sus predecesores o a las comunidades que dicen dirigir. (…) Históricamente el concepto de movilidad social sólo se formuló claramente cuando ya no se podía negar la existencia de una clase degradada de asalariados atados a esta situación de por vida; en otras palabras, cuando se renunció definitivamente a la posibilidad de una sociedad sin clases”.
Un efecto secundario de la meritocracia es que el sistema educativo asume una carga desmesurada. La escuela ha dejado de ser un lugar al que uno acude a tratar de aprender algo, para convertirse en el único mecanismo de justicia social aceptado. Las instituciones educativas son el espacio donde teóricamente se disuelven los privilegios heredados y se generan otros nuevos basados en el mérito. En el mejor de los casos, es una misión desproporcionada que excede la capacidad de intervención social de la educación; en el peor, una farsa que encubre el papel que desempeña el sistema escolar en la transmisión de la posición de clase.
El segundo caballo de batalla de la ideología meritocrática es la economía del conocimiento. La única solución que proponen los gobiernos a la catástrofe de la economía global es que cerremos con fuerza los ojos y repitamos “I+D” como si fuera un mantra hipnótico. Es un mensaje que ha calado hondo. Muchísima gente está convencida de que las actividades cognitivas, sobre todo, aquellas relacionadas con las tecnologías de la comunicación, son una salida al atolladero especulativo de la economía y una fuente potencial de equidad.
Internet ha llevado las falsas promesas de la igualdad de oportunidades a un nuevo nivel. El entorno digital parece un espacio sin barreras de acceso, donde las diferencias sociales pierden peso y la estratificación heredada es incapaz de neutralizar la potencia del talento. Los medios de comunicación nos bombardean periódicamente con historias de adolescentes que se han hecho millonarios gracias a la economía digital. Corazones puros, conocimiento científico y know-how unidos en un círculo virtuoso. Jódete, Hegel: hoy se puede ser un alma bella y ganar dinero a espuertas.
Para el igualitarismo profundo este es un escenario particularmente aberrante. En cierto sentido, los privilegios legítimos son aún peores que los espurios. Las desigualdades sociales son en sí mismas degradantes, tanto para el que las disfruta como para el que las padece. No importa si son merecidas o la situación absoluta de los que peor están. Nos impiden a todos llevar una vida buena. Es una tesis ética, pero también un hecho empírico, como demostraron Richard Wilkinson y Kate Pickett en Desigualdad.
Los partidarios de la meritocracia, en cambio, creen que todo el mundo debería disponer de las mismas oportunidades de convertirse en un gilipollas obsesionado por mandar, tener mucho dinero y disfrutar de lujos decadentes. Algún día, nos dicen, estará democráticamente distribuida la posibilidad remota de tener una cuenta en Suiza, dar órdenes a subordinados e ir vestidos con ropa ridícula mientras conducimos un monumento alemán a la estupidez y hablamos por artilugios sobreequipados del tamaño de un zapatófono.
La igualdad no es un punto de partida, es un resultado. Las versiones de la igualdad natural sentimentales –“todos las personas somos iguales…”– o tecnológicas –“todos estamos conectados…”– son cosméticas e incluso contraproducentes. No somos iguales. En realidad, somos bastante diferentes. La igualdad es el fruto de la intervención política, un producto de la construcción de la ciudadanía y la democracia que debemos cultivar sistemáticamente.

César Rendueles es profesor de sociología en la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Ha sido profesor asociado en la Universidad Carlos III de Madrid y profesor invitado en la Universidad Nacional de Colombia. Entre 2003 y 2012 fue adjunto a la dirección del Círculo de Bellas Artes de Madrid. Doctor en Filosofía por la UCM, ha publicado ensayos sobre cuestiones relacionadas con las ciencias sociales, la filosofía y la crítica cultural. Fue miembro fundador de la herramienta de intervención cultural Ladinamo.

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